En plena era de la información, mientras la humanidad celebra avances tecnológicos sin precedentes, una paradoja acecha: nunca hemos tenido tanto acceso al conocimiento, pero tampoco hemos estado tan desarmados frente a la ignorancia.
El analfabetismo, aquel monstruo que creímos derrotado en el siglo XX, ha mutado. Ya no se trata de quienes no pueden descifrar letras, sino de quienes, aunque leen, son incapaces de discernir, cuestionar o reflexionar. Bienvenidos al siglo del analfabetismo funcional, una epidemia que corroe democracias, profundiza desigualdades y amenaza el futuro de la civilización.
En otro tiempo, ser analfabeta era una condición involuntaria, ligada a la pobreza, al abandono institucional o al aislamiento social. Quien no sabía leer ni escribir sufría una limitación evidente, una brecha que le cerraba puertas y lo marginaba de la vida pública. No era una elección, era una carencia. Pero hoy vivimos un fenómeno muy diferente y, tal vez, mucho más preocupante: el auge de una forma de analfabetismo voluntario, funcional, complaciente, incluso celebrado. El analfabeto del siglo XXI no es aquel que no ha tenido acceso a la escuela; es aquel que, habiéndolo tenido, ha renunciado a pensar.
Vivimos en la era de los “nuevos analfabetos”. Son personas que, a pesar de haber pasado por la educación formal, no comprenden lo que leen, no procesan información crítica, no pueden interpretar ni analizar discursos complejos. No se trata de una limitación técnica, sino de una renuncia cultural. Esta realidad, que algunos despachan como una consecuencia menor del entretenimiento masivo, representa en realidad una amenaza profunda al tejido social, a la democracia, a la cultura y al pensamiento.
La lucha contra el analfabetismo tradicional fue una batalla noble. En el siglo pasado, campañas globales lograron reducir las tasas de personas que no sabían leer ni escribir.
Sin embargo, el triunfo fue parcial. Hoy, el verdadero enemigo es invisible: sabemos leer, pero no comprendemos; escribimos, pero no argumentamos.
En el siglo XX, la alfabetización básica era sinónimo de progreso. Países como Cuba y Corea del Sur erradicaron el analfabetismo tradicional con campañas masivas. Pero el mundo digital trajo una nueva trampa: la ilusión del conocimiento. Según la UNESCO, el 60% de los jóvenes en América Latina lee textos en redes sociales, pero solo el 15% puede identificar fuentes confiables.
El analfabetismo funcional no discrimina: afecta a graduados universitarios que repiten eslóganes políticos sin análisis, a profesionales que comparten noticias falsas, y a ciudadanos que votan basados en memes, no en programas. Como advirtió Paulo Freire: «La alfabetización no es un juego de palabras, sino la conciencia reflexiva de la cultura».
El analfabetismo funcional es “la incapacidad para utilizar las habilidades de lectura, escritura y cálculo de manera eficiente y para satisfacer las necesidades personales y sociales de la vida cotidiana”. A diferencia del analfabetismo tradicional —que implica no saber leer ni escribir en absoluto—, el analfabeto funcional sabe firmar su nombre, leer un cartel o escribir una oración simple, pero no puede entender instrucciones complejas, interpretar noticias, o tomar decisiones informadas con base en textos escritos.
El problema se agrava porque este tipo de analfabetismo es difícil de detectar y suele pasar desapercibido. La persona analfabeta funcional puede haber terminado la secundaria, incluso el bachillerato, sin haber desarrollado jamás competencias lectoras profundas. Y eso no es una falla individual, sino estructural. El sistema educativo ha contribuido a formar personas que saben repetir, pero no razonar; que memorizan, pero no comprenden.
A tal grado se ha agudizado este fenómeno que hoy las cifras alarman; pintan un panorama desolador: En América Latina: 19 millones de adolescentes terminan la secundaria sin comprender un texto complejo. En México, la población lectora cayó del 84% al 69% en una década (2015-2024). En África subsahariana: El 88% de los niños no entienden lo que leen. En términos de lectura, mientras en Japón se leen 47 libros al año, un mexicano apenas alcanza 4.2.
Estos números no son abstractos. Según el Banco Mundial, la falta de comprensión lectora reduce los ingresos futuros de los niños latinoamericanos en un 12%. La ignorancia, es muy cara.
Así se encuentra la crudeza de un fenómeno extendido: la glorificación de la ignorancia. Hay quien presume no haber leído un libro en su vida, como si la cultura fuera un estorbo elitista, una pérdida de tiempo. Esto no es casual. Forma parte de un proceso más amplio, donde el mercado ha encontrado una mina de oro en la superficialidad.
En este contexto, Internet prometía democratizar el saber, pero nos ahoga en un mar de datos inservibles. Plataformas como TikTok y Facebook priorizan contenido emocional sobre el reflexivo. Un estudio de la Universidad de Stanford reveló que usuarios pasan 2.5 segundos en noticias serias frente a 15 segundos en videos de gatitos. Las burbujas informativas nos aíslan: el 68% de los usuarios de redes solo consume opiniones afines.
La trivialidad se ha institucionalizado. Algunos casos emblemáticos:
● Redes sociales: En Instagram, una foto de un plato de comida recibe 10 veces más likes que un post sobre cambio climático.
● Televisión: Programas como La Casa de los Famosos (México) acumulan ratings millonarios, mientras documentales políticos son relegados a horarios nocturnos.
● Educación: En España, el 70% de los estudiantes de secundaria prefieren resúmenes de YouTube a leer libros completos.
La televisión, los programas de entretenimiento, las redes sociales, los influencers, todo parece orientado a captar la atención de esta mayoría funcionalmente analfabeta. No se trata de elevar el nivel cultural de la audiencia, sino de rebajarlo todo para que sea fácil, rápido y digerible. Y lo que no se puede simplificar, se desecha.
Así, vemos contenidos que exaltan lo frívolo, lo morboso, lo violento, lo vulgar. No porque eso sea lo que la gente necesita, sino porque es lo que más vende. Y cuando el mercado adapta toda su oferta a esa lógica, los analfabetos de hoy se convierten en la nueva clase dominante, no por su capacidad de decisión, sino por su peso como consumidores. Irónicamente, su falta de herramientas para cuestionar los discursos los vuelve también más manipulables, más sumisos, más útiles al poder que los entretiene mientras los excluye.
Según datos de la UNESCO, el analfabetismo funcional afecta a millones de personas en todo el mundo. En países como México, aunque la tasa de analfabetismo tradicional ha disminuido, se estima que más del 50% de la población adulta presenta algún grado de analfabetismo funcional. Esto significa que más de la mitad de los ciudadanos no puede desenvolverse plenamente en una sociedad que exige habilidades cognitivas complejas.
El problema no es solo educativo: es político, económico y cultural. El analfabetismo funcional impide la participación informada en los procesos democráticos, limita el acceso a empleos de calidad y perpetúa ciclos de exclusión. Las campañas electorales, por ejemplo, cada vez se vuelven más simples, más emocionales, más visuales, porque buena parte del electorado no tiene las herramientas para analizar propuestas o verificar datos.
Muchos gobiernos y empresas celebran el avance de la digitalización como un sinónimo de progreso. Pero digitalizar sin educar no resuelve nada. El acceso a internet o a un smartphone no garantiza el desarrollo del pensamiento crítico. De hecho, las plataformas digitales pueden reforzar la superficialidad si no hay un acompañamiento educativo adecuado. Un analfabeto funcional puede usar TikTok todo el día sin haber leído nunca una noticia completa.
Y esto tiene consecuencias reales: la desinformación, las teorías conspirativas, el odio en redes, el negacionismo científico, el fanatismo. Todo se alimenta de una masa de personas que leen titulares, pero no noticias; que escuchan frases, pero no argumentos; que sienten, pero no piensan. Es el terreno fértil para el autoritarismo, la manipulación y la fragmentación social.
Y así nos va a los que no nos conformamos con tan poco, a los que aspiramos a un poco más de profundidad. Esa es la resistencia que queda. Leer, pensar, cuestionar, escribir, hablar, seguir apostando por la cultura aunque parezca inútil. Porque si cedemos, si dejamos que el ruido lo invada todo, el silencio de las ideas será irreversible.
La solución no es volver al pasado, ni despreciar al que no ha tenido acceso al conocimiento. La solución es reconstruir un modelo educativo y cultural que no forme solo consumidores, sino ciudadanos críticos. Que no evalúe por calificaciones, sino por comprensión. Que no mida el éxito por lo viral, sino por lo valioso.
No podemos resignarnos. Porque si lo hacemos, si dejamos que la mediocridad sea la norma, entonces el analfabetismo funcional no será un problema a resolver, sino el nuevo estándar de lo que somos.
El analfabetismo de hoy no es un problema educativo; es una bomba de tiempo civilizatoria. Frente a la crisis climática, las desigualdades y los autoritarismos, necesitamos ciudadanos que no solo lean, sino que piensen y actúen. Como escribió Eduardo Galeano: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. ¿Entonces para qué sirve? Para eso: para caminar». La utopía aquí es una sociedad de lectores críticos. Empecemos a caminar.
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