El Partido Verde Ecologista de México nació con el discurso de salvar al planeta, pero tres décadas después se ha convertido en uno de los símbolos más cínicos del oportunismo político en México. Lo que comenzó como una supuesta alternativa ciudadana preocupada por los árboles, el agua y los animales, hoy es una maquinaria de intereses, nepotismo y simulación. Su color ya no representa la vida, sino la hipocresía: un verde marchito que se pinta del tono que convenga al poder en turno.
La historia del Verde es una farsa bien disfrazada. Bajo el argumento de “aliado del cambio”, ha sabido acomodarse en todos los gobiernos sin importar la ideología. Fue aliado del PAN cuando convenía, del PRI cuando repartía poder y de Morena cuando la ola lo exigía. El PVEM no tiene doctrina ni convicción: su única ideología es la supervivencia y su bandera ecológica, apenas una cortina para cubrir los negocios de sus dirigentes.
En Veracruz, donde el partido presume haber ganado 13 alcaldías en solitario y 60 más en coalición con Morena, la realidad es mucho menos brillante. Detrás de los discursos sobre “gobiernos verdes” hay denuncias de venta de candidaturas, imposición de perfiles sin arraigo y vínculos con estructuras clientelares.
El Verde se ha vuelto el refugio de políticos reciclados, caciques locales y empresarios disfrazados de ambientalistas que ven en la sigla una franquicia útil para obtener poder.
El supuesto compromiso con el medio ambiente es una anécdota perdida en la memoria. Hoy, el partido que un día prometió defender la naturaleza se ha convertido en cómplice de proyectos devastadores: ha votado a favor de megaproyectos sin estudios ambientales, respaldado la militarización del territorio y guardado silencio ante la contaminación de ríos y selvas. Su “ecologismo” es de cartón, tan artificial como su discurso moral.
El PVEM es también un ejemplo de cómo la política mexicana puede degradar las causas más nobles. Bajo el liderazgo de Jorge Emilio González Martínez, “El Niño Verde”, el partido construyó una red de poder familiar y económico que convirtió las siglas en patrimonio personal. Desde entonces, el Verde no es un partido, sino un negocio. Un negocio que se alimenta de prerrogativas públicas, de alianzas convenientes y de la ingenuidad de quienes aún creen que representa un ideal ambientalista.
En 2004, la imagen del “Niño Verde” recibiendo un soborno para aprobar construcciones en áreas naturales protegidas fue el retrato perfecto del engaño.
Ese video no solo mostró la podredumbre del dirigente, sino la esencia del partido: una organización que vende causas, permisos y principios al mejor postor. Ni el PRI se atrevió a tanto descaro con la naturaleza.
Desde entonces, el Verde ha perfeccionado su método: mantener una base mínima de votos, negociar espacios en el Congreso y fingir relevancia. En Veracruz lo ha hecho con habilidad: se presenta como aliado fiel de Morena, pero opera como feudo personal. En municipios como Chicontepec o Papantla, las denuncias por compra de votos y venta de candidaturas no son rumores, son práctica común.
Mientras tanto, su dirigencia estatal enfrenta acusaciones de corrupción, manipulación interna y opacidad. Sergio Martínez Ruiz, su representante ante el OPLE, fue señalado por vender candidaturas y presionar consejeros electorales. Pero, como siempre, el Verde respondió con cinismo: “se investigará”. En su historia, ninguna “investigación interna” ha terminado con sanciones reales. Todo se tapa, todo se recicla.
El INE ha multado al PVEM más que a cualquier otro partido en la historia reciente. Más de mil millones de pesos en sanciones por violar la ley electoral, manipular propaganda y utilizar influencers en plena veda. Y, sin embargo, ahí sigue: protegido por sus alianzas, financiado con dinero público y legitimado por un sistema que prefiere la simulación al castigo.
El Verde sobrevive porque el poder lo necesita. Es el partido bisagra, el comodín que siempre ofrece votos a cambio de impunidad. En el Congreso, su bancada se mueve como hoja al viento: apoya lo que la presidenta ordena, aplaude lo que la mayoría aprueba y calla lo que incomoda. No tiene ideología, pero tiene utilidad; y en la política mexicana, eso basta para mantenerse.
En Veracruz, su presencia electoral es más un acuerdo de conveniencia que una expresión popular. Muchos de sus candidatos son ex priistas o morenistas reciclados, que solo cambian de camiseta para asegurar una regiduría o una presidencia municipal. Es el partido de los oportunistas, de los que siempre encuentran sombra bajo el árbol del poder.
Pero el engaño ecológico del Verde es doble: traiciona al medio ambiente y traiciona a la democracia. Mientras presume programas de reforestación simbólica o reciclaje de plástico, se mantiene mudo ante la tala ilegal, el ecocidio de ríos y la contaminación industrial. Y mientras se vende como fuerza “joven y moderna”, funciona como una estructura clientelar anclada en los mismos vicios del viejo régimen.
En el desarrollo de su historia, el PVEM ha logrado algo que pocos partidos: ser repudiado por todos y aún así mantenerse vivo. No porque tenga apoyo, sino porque sabe vender su apoyo.
Es el partido del chantaje institucional, el que entrega votos legislativos a cambio de favores, el que cambia principios por privilegios. No tiene raíces, solo ramas que se doblan según sople el viento del poder.
Su discurso ambientalista no solo es falso, es ofensivo. Mientras comunidades enteras en Veracruz luchan contra la deforestación o la contaminación de ingenios, el Verde no aparece. No hay denuncias, no hay acompañamiento, no hay voz. Su “ecología” se reduce a hashtags y spots de televisión, a slogans publicitarios que insultan la inteligencia del votante.
Hoy, el PVEM no representa un movimiento verde, sino un negocio rentable de franquicias políticas. En Veracruz y en el país, se ha consolidado como el partido parásito del sistema: se alimenta del poder que lo cobija y de los recursos públicos que lo mantienen. En vez de sembrar árboles, siembra cinismo.
El cinismo del Verde tiene rostro, apellido y herencia. Los González Torres construyeron un emporio político que sigue operando tras bambalinas. El “Niño Verde”, Jorge Emilio, sigue moviendo los hilos desde el Senado, disfrazado de operador ecológico, pero actuando como empresario político. Su poder es discreto, pero su ambición es tan grande como su hipocresía.
El PVEM es el espejo de lo peor del sistema político mexicano: impunidad, simulación y negocios disfrazados de causas sociales.
Mientras los ciudadanos buscan alternativas auténticas, el Verde se recicla cada sexenio, se disfraza de aliado y se mantiene en la nómina pública. Es la política del disfraz, del oportunismo institucionalizado.
Y si algo demuestra su permanencia es que en México no basta con denunciar la corrupción; hay que cambiar la estructura que la protege. Porque el Verde no existiría sin la complicidad de los grandes partidos que lo mantienen como socio. Ni el PRI, ni el PAN, ni Morena han renunciado a su alianza cuando les conviene. Todos lo usan, todos lo toleran, todos lo necesitan.
El Partido Verde Ecologista de México es una farsa institucionalizada. En un país con selvas devastadas, ríos contaminados y comunidades desplazadas, su silencio es criminal. Es el rostro amable del autoritarismo, la máscara ecológica del poder. Sus hojas están pintadas de verde, pero sus raíces están podridas.
Su permanencia en Veracruz es un recordatorio de lo que la política mexicana sigue siendo: un mercado donde las siglas valen más que las convicciones. Detrás de sus alcaldías, hay pactos, favores y negocios. No hay principios, hay utilidades. No hay ecología, hay dinero.
Si la ciudadanía veracruzana quiere un cambio verdadero, deberá mirar más allá del color del logotipo.
Porque el verde del PVEM no es el verde de la vida, es el verde del billete. Y mientras los votos sigan premiando la simulación, el pantano político seguirá lleno de estas criaturas que se alimentan de la miseria pública.
La ironía es cruel: el partido que se dice ecologista ha contaminado la política mexicana. Lo ha hecho con cinismo, con descaro y con la certeza de que la impunidad siempre florece. El verdadero ecologismo no se compra, se construye; no se pacta con el poder, se enfrenta a él. Y el PVEM, hace mucho, eligió el lado contrario.
En Veracruz, como en el resto del país, el Verde no representa esperanza, sino degradación. Es el recordatorio de que la corrupción puede vestirse de cualquier color, incluso del verde. Y que el poder, cuando no tiene límites, termina marchitando toda causa noble.
El PVEM no es un partido verde. Es un pantano político donde germina la hipocresía.
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