Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued
Bardahuil
Me atrevo pensar que desde los albores de la filosofía, la relación entre razón y sinrazón ha sido un eje central para entender la condición humana. “La razón de la sinrazón” es una frase que encapsula la paradoja de nuestras acciones: aquello que parece ilógico o contradictorio en el comportamiento humano suele esconder una lógica profunda, arraigada en emociones, deseos o contextos ocultos. La aparente sinrazón puede tener razones veladas, ya sea en el amor, en el arte, la rebeldía o incluso la autodestrucción.
La razón, asociada tradicionalmente a la lógica y el orden, choca con la sinrazón, vinculada al caos y lo irracional. Sin embargo, figuras como Cervantes en Don Quijote o Shakespeare en Hamlet mostraron que los actos “locos” pueden ser la respuesta más lógica a un mundo absurdo. Don Quijote, por ejemplo, elige la sinrazón de creerse caballero andante para escapar de una realidad gris. Su locura es, en el fondo, una rebelión poética contra la mediocridad.
En el amor, la sinrazón parece dominar posiciones desmedidas, celos infundados o entrega incondicional. Pero ¿acaso no hay una razón oculta en estos actos? Freud argumentaría que él inconsciente guía nuestros impulsos. Por ejemplo, un amor no correspondido puede persistir porque satisface una necesidad de sufrimiento o de idealización. La “sinrazón” amorosa, entonces, tienes raíces emergidas o deseos profundos.
El arte es otro territorio donde la sinrazón se vuelve razón. Dalí decía: “La única diferencia entre un loco y yo es que ya no estoy loco”. La creación artística surge a menudo de romper con la lógica establecida, mezclando sueños, obsesiones y caos. ¿Fue Van Gogh y racional al cortarse la oreja? Para él, quizá era la única forma de expresar un dolor inenarrable.
Históricamente, los actos considerados “irracionales” han impulsado cambios. Los revolucionarios, los místicos o los profetas fueron tachados de locos antes de ser reconocidos. Aquí, la sinrazón es una razón política o espiritual: un rechazo a un sistema opresivo o una búsqueda de trascendencia.
Tras cada acto desconcertante, hay una historia, un dolor o un anhelo que lo justifica. La verdadera sinrazón, quizá, sería no cuestionar nunca los motivos detrás de nuestras
contradicciones. México ha sido un país en el que la sinrazón ha sido casi objetivo de culto. Ya en ocasiones anteriores he hablado sobre el surrealismo mexicano.
Existe un sin fin de anécdotas históricas desde la que cuentan que el propio Dalí se fue molesto de México y juró no regresar “porque no puede haber un país más surrealista que yo”. O la de André Breton, padre del surrealismo y su experiencia con un carpintero al que le mandó hacer el mueble de su biblioteca. Tal forma parte de nuestra idiosincrasia.
Los mexicanos, somos una nación mestiza por excelencia. Pero no lo sabemos valorar. Su enorme riqueza radica en ese profundo mestizaje de culturas mesoamericanas; la cultura judeocristiana y hasta influencias de las culturas asiáticas y africanas.
Esa mezcla de culturas ha dado origen a la que hoy llamamos la cultura mexicana. Pero sólo la denominamos así, pero pocos entienden su valor, riqueza y profundidad. La sinrazón no es la ausencia de razón, sino otra forma de racionalidad más profunda y subjetiva. En la última instancia, aceptar esta paradoja es aceptar la complejidad de lo humano somos criaturas que buscan sentido, incluso en el sinsentido.
¿Existe una lógica culta tras lo aparentemente ilógico? ¿Merece el absurdo una defensa apasionada?
En otro contexto decía en líneas anteriores que toda transformación real, cuando es profunda desestabiliza. Y donde hay desestabilización, hay crisis.
Los cambios lo sabemos, traen consigo rupturas. En lo cotidiano y en lo profundo. A nivel personal, trasmitimos múltiples crisis. Cada etapa exige una reconfiguración interior. Pero cuando estos procesos, se dan en medio de un entorno también en crisis, las figuras se amplifican.
Hoy somos testigos del momento histórico con el mayor número de personas diagnosticadas con depresión y ansiedad. Y esto no es casual. La transformación que atravesamos no es superficial, alcanza capas estructurales del alma humana.
Afecta la manera en que las familias habitan el mundo, especialmente nuestros hijos. Su forma de mirar la realidad, de entenderse a sí mismos y de situarse en la vida está cambiando. Se están reformando las bases sobre las que construimos sentido.
Esta transformación no es sólo una época de cambios, es un verdadero cambio de época. No estamos ajustando los bordes; estamos modificando el centro. Esta transición impacta nuestro modo de pensar, nuestra voluntad, nuestras emociones. Lo que concebimos como verdadero, deseable o bueno, nuestra capacidad de esfuerzo, disciplina y perseverancia, la manera en que sentimos, expresamos, y nos vinculamos con los otros. Todo está siendo revisado desde adentro.
No basta describir este estado de cosas. El diagnóstico sin propuestas, nos deja en parálisis. Comprender es un primer paso, pero transformar exige ir más allá requiere estrategia, decisión, compromiso. Y, sobre todo, esperanza. Porque sólo desde la esperanza es posible trazar caminos hacia un futuro con sentido.
Somos una generación de tránsito. Nacimos en la modernidad y moriremos en otra era. No muchas generaciones han vivido un cambio de esta magnitud. En esa conciencia reside una tarea irrenunciable: educar. Educar no sólo como transmisión de conocimiento, sino como siembra de sentido, acompañamiento en el desconcierto, afirmación de lo esencial.
El cambio de época no se agota en avances tecnológicos o fluctuaciones económicas. Toca el corazón del humano. No parece tratarse de una adaptación evolutiva a nuevas circunstancias, sino de una mutación más radical una nueva manera de pensar, de concebir lo real, de estar en el mundo. Es un giro de paradigma.
Solemos ser inconscientes de estos giros hasta que la comparación nos abre los ojos. Una fotografía antigua, un lugar de la infancia, un gesto olvidado: todo nos revela que ya no somos los mismos. Como escribió Óscar Wilde: “Disculpe no lo había reconocido, he cambiado mucho”.
Lo mismo sucede en el colectivo. La humanidad se está reconociendo distinta. Y todavía no sabemos en quién se convertirá.
Este momento histórico nos exige algo más que adaptación: nos pide lucidez. Nos reclama una educación del alma. Cuidar la salud mental es un cambio de época es sostener lo humano cuando todo parece volverse incierto. Es ayudar a nuestras familias a enraizarse en lo invisible, a volver a lo esencial, a recordar que la estabilidad interior no se mide por la ausencia de dolor, sino por la presencia de sentido. En medio del vértigo, somos llamados a ser tierra firme.
En otro orden de ideas les recomiendo la reseña de Roger Bartra en el número de junio de Letras Libres titulada “El exocerebro político”. Aquí sólo incluiré algunas ideas del libro que pueden complementarla.
Para Zmigrod, las ideologías ofrecen descripciones absolutistas del mundo y recetas que las acompañen sobre cómo debemos pensar, actuar y relacionarnos con otros. A diferencia de la cultura, en la ideología la falta de conformidad es intolerable; es esencial en alineamiento total. Cuando la desviación de las reglas lleva a castigos severos y ostracismo, nos hemos movido de la cultura a la ideología.
Zmigrod encuentra que la rigidez en la forma de pensar está muy correlacionada con la rigidez cognitiva |
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